SUSPIRAR

Relatos eróticos

Encuentro prohibido



Noches de Insomnio y Placer


El gimnasio a esa hora estaba completamente vacío. Eran casi las cinco de la madrugada, mi cuerpo ardía por el esfuerzo de la rutina, y la soledad del lugar me permitía concentrarme en cada contracción, en cada gota de sudor resbalando por mi piel. Pero cuando la puerta se abrió, supe que la noche estaba lejos de terminar.

Tres mujeres entraron entre risas ahogadas y miradas cómplices. Iban vestidas de fiesta, sus cuerpos aún vibraban con la energía de la noche. Una de ellas, de cabello teñido en tonos vibrantes, se dejó caer contra una de las máquinas, con el pecho agitándose bajo su ajustado vestido.

—No sé ustedes, pero necesito mover el cuerpo antes de dormir —susurró con una sonrisa pícara.

Las otras dos rieron y empezaron a recorrer el gimnasio con la misma seguridad con la que seguramente conquistaban cualquier lugar. No parecían preocupadas por estar fuera de lugar, y a decir verdad, no lo estaban.

Cuando la del cabello de colores intentó levantar una barra, sus piernas temblaron. Antes de que pudiera tambalearse, ya estaba detrás de ella, sosteniéndola por la cintura.

—Tal vez deberías dejarlo para mañana… —le murmuré al oído, sintiendo el calor de su cuerpo contra el mío.

Ella inclinó la cabeza, su mirada chispeó con un desafío descarado. Pero antes de que pudiera responder, la ayudé a sentarse sobre una colchoneta. Sus amigas se acercaron, evaluándome con un interés cada vez más evidente.

—Creo que tienes razón… —dijo una de ellas, una morena de labios carnosos y ojos verdes que parecían devorarme—. Pero quizás haya otra forma de cerrar la noche.

El aire se volvió denso, cargado de deseo. No hizo falta más que un roce, una respiración entrecortada, para que el juego comenzara.

La primera en acercarse fue la morena. Sus dedos delinearon los músculos de mi abdomen antes de deslizarse por el borde de mi short deportivo.

—Estás tenso… ¿No te gustaría relajarte un poco?

Antes de que pudiera contestar, sus labios atraparon los míos con una mezcla de urgencia y provocación. Sus manos eran expertas, sabían exactamente qué hacer para despertar mi piel.

Detrás de ella, la del cabello de colores se mordió el labio, mirando la escena con hambre. Se acercó y sus manos se deslizaron por mi espalda, mientras sus labios exploraban mi cuello.

La tercera, la de la melena oscura, se arrodilló frente a mí, sus ojos brillaban de anticipación.

—Déjanos encargarnos de ti.

Lo hicieron.

Entre jadeos y suspiros entrecortados, la ropa fue desapareciendo poco a poco. Mis manos exploraron sus cuerpos con el mismo deseo con el que ellas recorrían el mío. Besos profundos, lenguas enredadas, piel contra piel. Cada una de ellas se tomó su turno en el juego del placer, alternando caricias, gemidos, miradas encendidas.

La morena gimió cuando mis labios encontraron sus pezones, endurecidos por la excitación. La de cabello vibrante jadeó cuando mis dedos se deslizaron entre sus muslos, descubriendo lo húmeda que estaba para mí. Y la de la melena oscura ahogó un grito cuando la hice estremecerse con mi lengua.

Las posiciones cambiaban, los cuerpos se entrelazaban en una danza de deseo insaciable. Jadeos, risas traviesas, el sonido de la piel chocando contra la piel. El eco de nuestras respiraciones se mezclaba con la tenue música del gimnasio, convirtiendo aquel lugar en nuestro propio santuario de placer.

Cuando finalmente alcancé el clímax, lo hice rodeado de sus cuerpos, atrapado en su calor, enredado en sus piernas.

El silencio posterior fue tan intenso como el deseo que nos había consumido. Nos quedamos tendidos en la colchoneta, respirando entrecortadamente, con las miradas encendidas aún por el fuego de la madrugada.

—Definitivamente, fue una gran idea venir al gimnasio esta madrugada —murmuró la morena, con una sonrisa satisfecha.

Yo solo pude reír. Si así eran mis noches de insomnio, jamás volvería a quejarme.


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Susurros en la oficina


La oficina estaba en completo silencio, salvo por el leve murmullo de teclas siendo presionadas y el zumbido del aire acondicionado. Sofía, impecable como siempre, llevaba su traje ajustado en color burdeos, la falda apenas por encima de las rodillas y los tacones altos que marcaban su caminar con un ritmo hipnotizante.


Era una ejecutiva respetada, fría a los ojos de los demás. Pero esa mañana, al llegar a su escritorio, encontró un sobre negro junto a su laptop. Sin remitente, sin pistas. Solo su nombre escrito con una caligrafía elegante.


Lo abrió con cuidado y encontró un pequeño dispositivo de control remoto junto con una nota:

"Póntelo. Solo si te atreves."

Su piel se erizó. Sabía perfectamente de quién venía. Él la había estado observando. Discreto. Atento. La tensión entre ellos se había acumulado por meses, en reuniones, en encuentros fortuitos en el ascensor, en roces accidentales al pasarle documentos.


Miró alrededor. Nadie parecía prestarle atención. Con un suspiro tembloroso, deslizó una mano bajo su escritorio y ajustó el pequeño juguete que había llegado en el sobre antes de activar su computadora como si nada.


Minutos después, su teléfono vibró. Un mensaje.

"Bien. Ahora trabaja como si no pasara nada."

Sofía tragó saliva y comenzó a revisar los informes. Pero entonces, lo sintió. Un cosquilleo sutil entre sus muslos. Un leve pulso de placer recorriéndola desde el centro de su ser. Mantuvo la compostura, pero sus piernas se tensaron automáticamente.


Sus dedos temblaron levemente sobre el teclado cuando el estímulo subió de intensidad. Mordió su labio inferior y cruzó las piernas, intentando contener un suspiro. Miró hacia la mesa de conferencias y allí estaba él, con su traje gris, los ojos fijos en ella mientras jugaba con su reloj de pulsera.


El dispositivo se apagó. Luego, otro mensaje.

"Reunión en cinco minutos. No te retrases."

Ella se levantó con el corazón latiéndole en la garganta. Caminó con seguridad hasta la sala de juntas, sintiendo cómo la humedad se acumulaba entre sus muslos con cada paso. Él ya estaba allí, junto con otros colegas.


Se sentó en su lugar y abrió su libreta, fingiendo concentración mientras el director hablaba. Pero entonces, sin previo aviso, el juguete cobró vida de nuevo, vibrando con un ritmo más intenso.


Sofía se quedó rígida. Su respiración se aceleró, su espalda se arqueó apenas. Se obligó a mantener el control, a no delatarse. Sus pezones se endurecieron bajo la blusa de seda, el calor entre sus piernas se volvía insoportable.


Él, sentado frente a ella, le sostuvo la mirada y sonrió con complicidad. Luego, discretamente, bajó su mano bajo la mesa y giró la ruedita del control.


El placer la golpeó como una ola. Sofía apretó los muslos con fuerza, aferrándose al bolígrafo con los dedos. Un escalofrío la recorrió y tuvo que morder el extremo de su lápiz para ahogar un gemido.


La reunión siguió, las palabras de los demás se volvieron ruido de fondo. Solo existía la presión en su interior, el delicioso tormento al que él la estaba sometiendo.


Cuando finalmente la reunión terminó y los demás comenzaron a salir, él se acercó a su oído, su aliento cálido rozándole la piel.

—Buena chica —susurró con voz grave—. Pero aún no hemos terminado.


Y antes de que pudiera responder, deslizó en su mano una llave… con el número de su oficina privada grabado en ella.

Sofía exhaló, sintiendo su cuerpo arder de anticipación.

La jornada laboral estaba lejos de terminar...




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La máscara de seda


La música vibraba en el aire, mezclándose con el murmullo de risas contenidas y copas entrechocando. La luz tenue de las lámparas doradas hacía brillar las máscaras que ocultaban los rostros de los invitados, sumergidos en un juego de seducción y misterio.


Ella estaba allí, envuelta en un vestido negro de seda que se adhería a su cuerpo como una segunda piel. Su máscara, delicada y ornamentada, cubría sus ojos, dejando a la vista unos labios pintados de rojo intenso, labios que parecían hechos para ser besados, mordidos, devorados.


Lo sintió antes de verlo. Su mirada ardiente perforó la distancia que los separaba. Él, un hombre alto y de porte imponente, vestía un traje negro impecable. Su máscara solo permitía vislumbrar la dureza de su mandíbula, pero el deseo en su postura era inconfundible.

Sin una palabra, tomó su mano con firmeza, sus dedos deslizándose por su muñeca en una caricia sutil pero dominante. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando, con un leve gesto de su cabeza, la invitó a seguirlo.


Sus tacones resonaron contra el mármol mientras él la guiaba fuera del salón, a través de un pasillo apenas iluminado. La respiración de ella era errática, el latido de su corazón se mezclaba con la anticipación que crecía entre sus piernas.


Al cruzar una puerta discreta, el bullicio quedó atrás. Solo quedaban ellos y la promesa latente de lo inevitable.

Él la empujó contra la pared con una precisión calculada, atrapándola entre su cuerpo y la madera fría. Su aliento caliente acarició su cuello antes de que sus labios se acercaran lo suficiente como para rozarla sin tocarla, torturándola con esa cercanía insoportable.

—No sé quién eres… —susurró ella, con la voz entrecortada.

—No necesitas saberlo —respondió él, con una voz que le erizó la piel.


Deslizó su mano por la tela sedosa de su vestido, sus dedos trazando el contorno de sus caderas antes de aferrarla con posesión. Ella jadeó cuando sintió la dureza de su cuerpo contra el suyo, la promesa de su deseo presionando su abdomen.


Sus bocas se encontraron con urgencia. El beso fue lento al principio, provocador, su lengua explorando, saboreándola, devorándola con hambre contenida. Pero pronto se volvió más intenso, más profundo, más desesperado.


Las manos de él recorrieron su cuerpo con una destreza que la hizo temblar. Se deslizaron por su espalda, por la curva de su cintura, subieron hasta sus pechos y se cerraron sobre ellos, estrujándolos con la mezcla exacta de rudeza y placer. Ella gimió contra sus labios, su piel encendiéndose bajo cada caricia.


Él desató con habilidad los lazos de su vestido y la tela resbaló hasta el suelo en un susurro. Sus pezones se endurecieron al contacto con el aire frío, su piel desnuda tembló cuando él la recorrió con la mirada, como si estuviera contemplando la más exquisita de las obras de arte.


Con un movimiento rápido, él deslizó su mano entre sus muslos y la encontró húmeda, preparada, ansiosa.

—Dios… —murmuró él, con una mezcla de deseo y adoración.


No hubo más palabras. Solo manos urgentes, gemidos ahogados, respiraciones aceleradas que se entrelazaban con el sonido del placer. Él la alzó con facilidad, sus piernas rodearon su cintura, y en un solo movimiento, la llenó por completo.


Ella ahogó un grito contra su cuello, su cuerpo arqueándose para recibirlo más profundo. Él gruñó, su agarre se tensó en sus caderas mientras la embestía con una intensidad que la hizo ver estrellas.


El mundo dejó de existir. Solo estaban ellos, el choque de sus cuerpos, la piel contra piel, el placer crudo e imparable que los consumía.

Las máscaras seguían en su sitio, preservando el misterio. Pero en ese instante, no eran extraños. Eran deseo, eran lujuria pura, eran la encarnación del placer descontrolado.


La noche se consumió en aquel rincón secreto del palacio, entre gemidos sofocados y murmullos entrecortados. Cuando la fiesta terminó y las máscaras cayeron en otros rostros, ellos se marcharon sin mirarse, sin buscarse.


Porque algunas historias no necesitan nombres. Solo el recuerdo de un cuerpo ardiendo contra otro… y el eco imborrable de un orgasmo compartido en la oscuridad.




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Seducción en la librería

El aroma a papel viejo y café flotaba en el aire denso de la librería. Entre los estantes de madera oscura, ella recorría los lomos de los libros con la yema de los dedos, buscando sin buscar, dejándose envolver por la atmósfera silenciosa.

Y entonces, lo sintió.


Una presencia justo detrás de ella. La energía cargada, la tensión eléctrica que hizo que sus pezones se endurecieran bajo la tela fina de su blusa.

—Parece que te gustan las historias intensas.

La voz masculina rozó su oído con la misma suavidad con la que unas manos expertas recorrerían la piel desnuda. Grave. Lenta. Con una insinuación que se deslizó directo entre sus piernas.

Giró apenas el rostro, lo suficiente para encontrarse con una mirada oscura y hambrienta. Él sostenía un libro con tapas negras, pero su atención no estaba en las páginas, sino en ella.


—Me gustan las historias que me hagan mojarme sin darme cuenta —murmuró, sintiendo el rubor subirle por el cuello.

Él sonrió de lado. Un movimiento imperceptible, pero que hizo que su sexo palpitara en respuesta.

—¿Entonces disfrutas de la anticipación? —preguntó, inclinándose lo suficiente para que su aliento chocara contra la piel expuesta de su cuello.

Un escalofrío de placer la recorrió.

—Sí —susurró, con la respiración entrecortada—. Me gusta la sensación de que algo inevitable está por suceder…

Él dejó el libro en el estante, y en su lugar, deslizó la mano hasta el borde de su falda, apenas rozando el dobladillo con la yema de los dedos.

—Como la idea de que alguien pueda verte… pero no sepa que debajo de esta tela, tus muslos se están abriendo poco a poco… que te estás empapando solo con mi voz.

Ella exhaló bruscamente. Su cuerpo reaccionó de inmediato, la tela de su ropa interior pegándose a su piel húmeda.

—Dime… —continuó él, acercando sus labios hasta el lóbulo de su oreja—. ¿Te has tocado alguna vez en público?

Ella tragó saliva, con el pulso desbocado.

—No.

—Deberías.

La forma en que lo dijo, con esa cadencia oscura y dominante, la hizo estremecerse.

—Imagina… —prosiguió, con un susurro apenas audible—. Estás sentada en una cafetería, con un libro en las manos… pero entre tus piernas, algo vibra contra tu clítoris. Algo pequeño… discreto… pulsando con la intensidad exacta para hacerte temblar, para mojarte tanto que sientas el calor extendiéndose por todo tu cuerpo.

Ella cerró los ojos un instante, imaginando la escena, sintiendo la humedad entre sus piernas intensificarse hasta volverse insoportable.

—Lo encendería en el nivel más bajo primero… solo un cosquilleo… suficiente para que empieces a retorcerte en la silla sin que nadie lo note.

Ella entreabrió los labios, su respiración pesada.

—Luego subiría la intensidad… más rápido… más fuerte… hasta que tengas que morder tu labio para no gemir frente a extraños.

Sus muslos se apretaron instintivamente.

—Y cuando estuvieras a punto de explotar, cuando ya no pudieras contenerlo más… te llamaría.

Ella jadeó.

—¿Para qué?

Él sonrió, sus dedos rozando fugazmente su muñeca, enviando un escalofrío por su espina dorsal.

—Para escuchar cómo te corres para mí.

El silencio entre ellos era atronador, lleno de deseo contenido. Su cuerpo estaba al borde del abismo, ardiendo por un placer que aún no llegaba, pero que ya la hacía temblar.

Él deslizó una tarjeta sobre la repisa.

—Ve a suspirosintensos.com.ar esta noche —susurró—. Elige el que más te tiente. Y cuando lo pruebes… llámame.

Ella la tomó con dedos temblorosos, sintiendo su ropa interior completamente empapada, su cuerpo exigiendo liberación.

Y supo que antes de dormir, haría su primer pedido.

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